DESCARTES
Por: Ernesto Sanabria Aguilar
E-mail: netosanabria@hotmail.com
De pedigüeños y otros males.

Suena tan común la cita que estuve tentado a omitirla, pero no encontré algo más ad hoc para ilustrar mi discurso y, aunque parezca redundante, voy a rescatar el milenario proverbio chino: “Dale un pez a un hombre y comerá un día; enséñalo a pescar y comerá toda la vida”.
Pues bien, valga ese paralelismo para ejemplificar la populista forma de ejercer el poder en la actualidad, fundamentado en un paternalismo disfrazado de “política social” que a veces raya en lo degradante cuando se reparten dádivas a cambio de votos y/o popularidad.
De antemano ofrezco con toda sinceridad mis disculpas a los tabasqueños nacidos en este terruño que tanto amo —yo también lo soy aunque fui parido en el lejano Nayarit— si les ofende de alguna manera mi comentario, pero en honor a la verdad debo ser honesto al escribir lo que pienso.
Y es que desde hace 23 años, cuando hice de Tabasco mi patria chica, he comprobado que por estos lares la gente no es muy propensa al esfuerzo, actitud más perceptible en las comunidades rurales. Será por el clima tropical, por la generosa fecundidad de las tierras chocas o porque así los acostumbraron, pero es una penosa realidad que los tabasqueños (perdón, no intento generalizar) esperan que el gobierno les resuelva todos sus problemas, como si fuera obligación de los políticos regalarles láminas para sus viviendas, cayucos y redes para pescar, cabezas de res para criar en sus extensos terrenos cundidos de pastizales pero no de cultivos comestibles, zapatos para sus hijos, despensas y hasta dinero para comprar artículos de primera necesidad.
Reconozco que el gobierno tiene la obligación legal y moral de proporcionar los servicios públicos que demanda la sociedad, de ejecutar obras de beneficio colectivo e inclusive hasta de aplicar programas de asistencia social destinados a los grupos vulnerables; asimismo, de legislar para que tengamos un marco jurídico que garantice la igualdad, el respeto y la justicia; y finalmente, de hacer valer las leyes vigentes para mantener a buen resguardo el Estado de Derecho.
Pero de ninguna manera es obligación del servidor público regalar despensas, material de construcción, dinero en efectivo y otras limosnas que más que apoyar a la gente la denigra al estatus de pedigüeña y la convierte en una dependiente de las dádivas gubernamentales.
Desafortunadamente, desde hace algunos años nuestros políticos han empleado este recurso como instrumento para adquirir popularidad y convalidar su arribo al poder, desde donde suelen cobrarse con creces esta “inversión”.
En contraparte, los “beneficiados” elevan al rango de “licenciado” (dicho peyorativamente para lisonjear) y hasta de benefactor a cualquier pelagatos que les regala una cubeta de plástico, un molino de mano, una licuadora o un machete, y luego los conmina a votar por él “para seguirlos apoyando desde el gobierno”.
Así pues, se ha popularizado la insana costumbre de calificar a un candidato o a un gobierno con base en su disposición para repartir favores y no en su capacidad para administrar con eficiencia y responsabilidad los recursos públicos. La gente ya está acostumbrada a exigirles —que no pedirles— apoyos y si no se los dan entonces los juzgan como pésimos políticos. El más generoso es el más popular, aunque de talento para gobernar no tenga nada.
La experiencia nos ha demostrado de fea forma que no siempre el más popular es el más preparado para ejercer el poder público. Es más, precisamente quien goza de popularidad suele ser el que, a la larga, decepciona en mayor grado a sus gobernados. Ejemplos hay muchos y no tiene caso mencionarlos. Baste con reconocer que la administración pública se ha convertido, lamentablemente, en beneficencia pública.
Y conste que no tengo absolutamente fobia contra los políticos sensibles que al ver las enormes necesidades de las familias tabasqueñas deciden destinar una buena partida del presupuesto a los programas de asistencia social. Simplemente señalo que estas acciones se han corrompido de tal manera que ahora gobernar es sinónimo de “apoyar” y no de “administrar”.
De refilón, he de consignar que en el afán de quedar bien con las clases populares, los gobiernos terminan por restringir otros rubros de lesa importancia, como son la educación, la salud y la seguridad pública. Desde mi punto de vista, beneficiaría más a un estudiante si tuviese maestros más capacitados en vez de una bicicleta para ir a la escuela; sería mejor para una madre soltera si pudiera dejar a su hijo en una guardería y así poder ir a trabajar, que recibir 500 pesos cada mes; un anciano llevaría una vida más digna si se le empleara en alguna actividad productiva adecuada a su edad, en vez de regalarle una despensa con productos que ni siquiera forman parte de su dieta diaria.
De igual forma, ayudaría más a las familias que viven en las comunidades un diputado o un alcalde con talento y sensibilidad social, que un populachero personaje generoso en los tiempos de campaña y mezquino en la administración pública; y a los campesinos les vendría mejor un mandatario que impulse proyectos productivos en vez de promover la cultura del paternalismo.
Recapitulando, ni el presupuesto más holgado del mundo alcanzaría para cubrir las necesidades de la población, aunque es encomiable la voluntad del gobierno por satisfacer algunas de las más prioritarias.
Para el anecdotario, permítanme narrarles brevemente una charla que tuve con un entrañable amigo oriundo de Tacotalpa. Semanas atrás nos encontramos en el Centro Histórico de Villahermosa y en la plática salió a colación su inquietud de participar en la contienda por la candidatura del PRI a la diputación local. El es de los pocos abogados decentes que conozco y realmente valoro su talento e interés por tratar de que su municipio supere la marginación ancestral en que se encuentra sumida. Sin embargo, su respuesta me sorprendió y dio pie al comentario de esta columna. Palabras más, palabras menos, esto me contestó:
“Mira: yo he recorrido las comunidades de mi municipio y con satisfacción me doy cuenta de que en todos lados la gente me aprecia porque a muchos he casado, divorciado o reconciliado (ha sido juez Civil y de Paz, defensor de oficio, asesor jurídico y, por supuesto, litigante) y también he resuelto sus problemas de la mejor manera posible. Conozco los problemas de mi pueblo porque yo provengo de la cultura del esfuerzo, eso lo valora la gente y por eso me ha ofrecido su apoyo si me lanzo como candidato… Desafortunadamente, en mi municipio hay muchas necesidades y la gente nada más se acerca a los funcionarios para pedirles ayuda; es tanta la pobreza que ni aun repartiendo tu sueldo vas a poder apoyar a todos y los que no ayudes luego dirán que eres un mierda; así que mejor prefiero estar en mi despacho y apoyar a mi gente hasta donde me sea posible, porque así voy a conservar su aprecio, pero como diputado seguramente voy a terminar siendo denostado por muchos, aunque haga un buen papel como representante popular”.
DISCURSO: Las campañas caminan y los gobiernos permanecen estáticos. Las nuevas reglas electorales tienen a los 17 alcaldes, al gobernador y a los diputados en un mutismo que parece contravenir el espíritu de nuestra sufrida democracia. ¿Qué segmento del código genético tenemos corrompido los mexicanos que no podemos competir con equidad y, sobre todo, con honestidad? ¿Es necesario llegar a tales extremos que los gobiernos no pueden siquiera informar de lo que están haciendo para que no se preste a malas interpretaciones (léase proselitismo oficial)? Los principales países europeos y el vecino Estados Unidos de Norteamérica no tienen tales problemas. Es más, ni siquiera tienen el tabú de la no-reelección e inclusive desde el ejercicio gubernamental pueden hacer campaña proselitista sin que haya tanta alharaca, como ocurre en México. ¡Ah, ese “sospechosismo” que forma parte de nuestra magra cultura política!
MÉTODO: En la próxima entrega prometo comentar sobre las prácticas abusivas, deshonestas e ilegales que cometen los grandes capitalistas que nos roban descaradamente, amparados por el gobierno, y nosotros ni pío decimos. Me refiero, claro, al telefonista Carlos Slim, al banquero Roberto Hernández y a otros “pezzonovantes”, como bautizó Don Vito Corleone a los “caballones” del dinero. En tanto, que la paz sea con ustedes, pacientes lectores.

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