Cometí el pecado de confiar en mis amigos: Granier (desde Tepepan)


  • “Díganle a Arturo que ahí muere esto”, implora el químico
  • Un visitante al hospital-penal de Tepepan narra testimonios de su encuentro con el ex gobernador

Vector X/ Luis Antonio Vidal Hernández

Son los pasillos del reino de la aflicción, de la desdicha. Conducen al aislado A-4 de Medicina Interna, en una de las dos torres del hospital general de Tepepan, en el Centro Femenil de Readaptación Social.
Ahí, en ese cuarto de sanatorio, el ex gobernador de Tabasco, Andrés Granier Melo, ha pasado los últimos 29 meses de su vida.
“Se respira tristeza y enfermedad. El dolor también lo sufre quien llega a verlo”, me confía un amigo del químico cuya visita al penal por tercera ocasión ahonda su compasión.
Relata las condiciones del ex gobernador, un hombre cuya popularidad entre los tabasqueños alcanzó niveles inimaginables después de las inundaciones del 2007.
Vive en un cuarto de 16 metros cuadrados. Ahí pasará su tercera navidad, en una vieja cama de hospital, de aquellas de resortes. A un lado, un tripie para colocar sueros; al otro, una cómoda de madera, con libros que no lee y revistas que le cambian cada quince días. No tiene acceso a periódicos. Escucha radio en un minicomponente.
Se entretiene también con un televisor sin acceso a canales pagados, sólo los de señal abierta. Un par de sillas de oficina están dispuestas para sus visitantes.
Una cortina de plástico sirve como puerta del baño. No hay lujos, por el contrario, son condiciones austeras, de verdadero castigo.
En la cómoda, el químico ha organizado sus medicamentos. Es un arsenal de antihipertensivos, tranquilizantes y antiarrítmicos.
Su vida es un péndulo,
monótona.
Los minutos parecen días y las horas, meses. Se despierta a las seis de la mañana y se duerme temprano. Sale de su cuarto, camina por el pasillo. Saluda a médicos, enfermeras y vigilantes. Vuelve a entrar. Nada más. Es un angustiante encierro para quien ejerció el poder hace pocos años.
No baja a la cancha de tenis ni al pequeño gimnasio donde algunos pacientes se ejercitan. No hay humor. Salud, muy poca.
 Sus visitas
Todos los días, su esposa, doña Tere Calles, le lleva comida en contendedores de plástico. Siempre se le permite pasar un teléfono celular que le presta a su esposo para hacer llamadas a algunos amigos y familiares. Manda mensajes de texto y a veces recados por escrito.
 Si alguna vez alguien escribió aquel triste verso carcelario “En este lugar maldito, donde impera la tristeza, no se castiga el delito, se castiga la pobreza”, ese axioma no se cumple con Granier.
Dinero tiene. Suerte y perdón político, no. Aún no. Desde que tomó protesta como gobernador, los santos se le voltearon.
Doña Tere autorizar las visitas que son programadas cada jueves. Ella es el filtro, previa consulta con su marido.
La visita debe cumplir el reglamento del hospital-penal. No usar prendas de mezclilla, objetos de valor ni aparatos electrónicos.
En la diáspora de granieristas, sólo lo han visitado –y así lo ha aprobado el mismo químico- amigos y ex colaboradores como Santos del Campo, Marcela González, Rafael González Lastra, Edén Moheno, Miguel Romero, Carmen Mayans y uno que otro empresario.
“Granier no está bien de salud, su problema coronario es real”, me asegura el confidente y lo describe con cabello cada vez más escaso, canoso, más arrugas, deprimido, de hablar pausado.
 Nostalgia y llanto
Una expresión de lamento, de triste tono gutural, suelta el político recluido cuya confianza con el visitante le permite compartir la reflexión, sentimiento y resentimiento, todo en unas cuantas palabras:
“Cometí el pecado de confiar en mis amigos. No entiendo por qué estoy aquí, por qué yo debo estar aquí”.
En ese momento, Granier rompe en llanto.
Es una lección que no se aprende en cuero ajeno hasta que el propio sufre las deslealtades y lo desollan.
Con voz entrecortada, vencida, hace una petición a su visita: “Díganle a Arturo (Núñez) que ahí  muere todo esto, yo no debo estar aquí, nunca debí, a mí me traicionaron mis amigos, les di la confianza y yo estoy pagando por ellos”.
Apenas el año pasado, relata el confidente, su tono era diferente, entrón, a su fiel estilo, atrabancado y decidido a demostrar su inocencia.
En aquel entonces, fuerte y erguido, se engallaba: “Dicen que me quieren llevar a Villahermosa. Eso quiero, que me lleven al CRESET, ahí verán cuánta gente me quiere y cuántos llegan a visitarme todos los días”.
Ahora ya no es su deseo. Cuenta la horas para salir de ese infierno, de ese castillo de la amargura y la nostalgia del poder perdido.
Los hombres del poder lo doblegaron. Y sus amigos lo abandonaron.  

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